para miedo

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sufran

viernes, 28 de diciembre de 2012

pelos

Linker levantó el pelo de la almohada.
- Cariño, ¿por casualidad no te habrás vuelto lesbiana?.
    Gina dejó de limarse las uñas y le lanzó un guiño.
- ¿Y tú? ¿Conozco a alguna de las mujeres con las que te acuestas?.
- Lo digo en serio. ¿Cómo es posible que haya pelos de esa mujer en la almohada?  ¿Se caen del techo? Quizás se subía por las paredes.
- Link... Pintamos el techo. La casa está limpia. Lo más seguro es que todavía queden pelos en el cuarto de baño y cada vez que nos duchamos se nos queda alguno pegado.
- Qué asco, a saber lo que tendría esa anciana en el pelo. -Se acercó el pelo al ojo y lo observó con detenimiento. Era negro, mucho más oscuro que el pelo castaño de su mujer. La mayoría de ellos los distinguía por la raíz blanca que destacaba como si fuera la varita de un mago de los de sombrero de copa y guantes blancos.
- Estuvo enferma y era mayor, se le tuvo que caer mucho antes de  morir.  -Gina se levantó y se estiró el pijama antes de ir al servicio.
Linker miró cómo se alejaba y se preguntó cuánto tardaría en aparecer en ella esa raíz blanca y qué logros necesitaría para conseguir su título individual de caída de cabello en peso pluma.
    Se frotó la calva  y arrojó el pelo fuera de la cama.
- ¿De qué murió?.
- ¿Quién?.
- ¿Quién va a ser? La vieja.
    Se escuchó el frotar del cepillo en los dientes y después el agua escupida sobre el lavabo.
- Urió de jancer, jreo.  -El cepillo frotó con más fuerza.
    Miró las paredes. Puede que el cáncer aún estuviera ahí, tras la capa de pintura que les habían asegurado que desinfectaría la casa.
- ¿Murió aquí?.
- Sí, justo donde estás ahora, aunque claro, no es la misma cama. La puerta de la habitación estaba abierta y pudo ver la luz del cuarto de baño a la derecha y la oscuridad a la izquierda. Una oscuridad que se movía como un ejército de sombras.
    Se oyó otro escupir sobre el lavabo.
- Qué divertido. Estoy deseando empezar la obra en el cuarto de baño para no volver a acordarme que una vieja cancerígena la palmó aquí -. Dijo Linker para animarse.
    La mujer no contestó. Ahora sólo había silencio.
- ¿Qué ocurre?  ¿Me estoy pasando?.
    Gina empezó a toser ahogadamente, como si fuera a devolver.
    Link se levantó de un salto y fue corriendo al baño, donde encontró a su mujer tosiendo delante del Water.
- ¿Vas a devolver?.
    Ella intentó contestar pero las arcadas se lo impidieron.
    Un líquido marrón con trozos de carne salió disparado de su boca. Eran los restos de la coca-cola y de la pizza que se había tomado, al parecer en mal estado.
    Linker permaneció estático y esperó a que ella terminara, pero ella no terminaba nunca. Su cara comenzó a pasar del rojo al morado, y las arcadas continuaron después de haber arrojado la bilis.
    La agarró de la frente con una mano para que ella no bajase tanto la cabeza al retrete y le acarició el pelo mientras repetía su nombre.
    Gina se llevo las manos al cuello y se apartó del  wc. Se retorció en el suelo amoratada mientras él  la sujetaba impotente. Se levantó para darle agua y se disponía a llenar el vaso del cepillo de dientes cuando vio algo en su interior.
    El agua estaba llena de pelos. Pelos negros con una raíz blanca. Como gusanos ahogados, como larvas inertes.
    Gina dejó de moverse con un último resoplido, mientras él seguía con el vaso en la mano.
    El vaso cayó sobre la pila y con una mueca de horror se miró en el espejo.
    En la mitad de su calva sobresalía un pelo negro.
    La raíz ya estaba dentro de su cabeza.  

jueves, 27 de diciembre de 2012

PUNTO DE VISTA


Punto de vista



Las luces del paseo se encendieron creando alguna tenue sombra en la arena de la playa.
    Un niño con la cabeza rapada pasó en bicicleta delante de Jeremías.
    Cuando se alejaba, giró la cabeza y le sacó la lengua.
    Jeremías sintió el irrefrenable impulso de lanzarse hacia él, cogerlo y tirarle de la bicicleta, pero tras tensarse eligió seguir su camino.
    Las baldosas ascendieron en rampa hasta el paseo del puerto, donde las gaviotas habían ido desapareciendo a medida que los pescadores regresaban a sus hogares.
    Se apoyó en una barandilla y así permaneció, mirando el horizonte. Abajo, en la orilla, un hombre chapoteaba con el agua hasta los tobillos mientras encendía un cigarro.
    Tuvo ganas de saltar abajo y de hacerle tragar el maldito cigarro.
    Pero prefirió contemplar la caída de la tarde por encima del apacible mar.
    El individuo del cigarro se acercó a una bolsa de deporte y de ella extrajo una escopeta con mira telescópica.
    Jeremías se agarró con fuerza a la barra que le sujetaba y vio que el individuo tiraba la colilla  sobre  la arena y la pisaba con la planta de su desnudo pie.
    Entonces se giró y apuntó al mar, como si supiera desde un principio donde debía dirigir la mira.
    Era un tipo mayor, de unos cincuenta años. Estaba embutido en un bañador violeta, medio calvo y cargado de kilos hasta en las cejas.
    Jeremías olvidó la discusión con su mujer y volvió a sacar la petaca del bolsillo. Al diablo, pensó.
    Bebió un par de tragos y decidió bajar a curiosear cerca de aquel extraño individuo.
    Se acercó a él sigilosamente y miró a través de su escopeta en la dirección del cañón, donde sólo se movían las olas.
    En la mochila entreabierta había un par de cargadores y un paquete de cigarrillos Poor Air.
- Disculpe.
    El gordo se dio la vuelta con la escopeta alzada, como si supiera que la policía estuviera detrás de él y quisiera tirar el arma.
- No voy a hacer daño a nadie, estoy calibrando la mira. El rifle está descargado, puede comprobarlo -. El hombre estaba sudando, aunque era difícil saber cuándo había empezado.
- No, no se preocupe. Sólo sentía curiosidad, le dejo solo, tranquilo.
    Jeremías caminó de nuevo hacia la escalera, pero el hombre, con un tono más calmado, volvió a hablar.
- ¿Quiere verlo de cerca?. Es un buen rifle.
    El tipo se lo extendió y él lo cogió y sopesó sin rechistar.
    Le enseñó a llevarlo al hombro y en una de las ocasiones pudo sentir su aliento cerca. Olía a dientes podridos, un olor dulzón, como si llevara la vida alimentándose a base de almendras garrapiñadas.
- Apunte, allí, al faro.
    Tardó unos instantes en enfocar el faro, y cuando lo hizo, pudo ver al operario en lo alto de la construcción, limpiando los cristales. Vestía un mono azul y llevaba una edición del Heráld. Enrollada en el bolsillo de atrás.
- Esta mira es magnífica.
- Apunte al mar, vera algo más interesante.
- ¿Hacia dónde?.
    El hombre dirigió el rifle que apuntaba Jeremías.
    Al principio se veía sólo el agua. Estuvo a punto de apartar el arma  y descansar el hombro cuando vio algo que le dejó congelado.
    El horizonte, las olas, habían desaparecido, y en su lugar había una lámpara vista desde el suelo. La lámpara de techo era verde con una pantalla blanca. Era la lámpara de su cuarto de baño.
    Intentó apartar el rifle, pero el tipo le sujetó un momento la cabeza con ambas manos.
- Espere. Siga mirando. Apriete cuando lo vea oportuno. Es un juego.
    Aquello debía ser un sueño o el alcohol se le estaba subiendo a pasos agigantados. De repente una sombra apareció debajo de la lámpara y lo tapó todo. Pudo oír el girar de un grifo y el agua chapotear cerca de él. El ojo que veía el mar, el que no estaba en la mira, no daba crédito a nada de lo que estaba pasando. Su ojo izquierdo parecía estar dentro del agujero del lavabo de su casa, mirando a través de él.
- ¿Ve la sombra?. Su mujer se está lavando la cara.
    Al escuchar aquello volvió a sentir esa rabia repentina que había intentado olvidar tras salir del apartamento.
- Dispare. No se preocupe, el arma está descargada.
    Jeremías apretó el gatillo para dar por terminada la pesadilla. El estruendo y la sacudida le obligaron a retirar el ojo de la mira. El tipo obeso le  sonrió.
- Bueno, le dije que estaba descargada, pero ya sabe, las carga el diablo.
- ¿Qué era lo que he visto?.
- ¿El qué?.
- El lavabo de mi casa ¿Cómo podía estar viéndolo?.
- Deme el rifle, por favor. No sé de qué me habla.
    Jeremías volvió a observar por la mirilla. Esperó un minuto, dos, pero sólo vio el horizonte. Rendido, le tendió la escopeta a su dueño.
- Usted me ha dicho que disparara, hace un momento. Y también dijo que era mi esposa, o su sombra, quiero decir, sabía que yo estaba contemplando mi cuarto de baño -Pero a él mismo sus palabras le parecían débiles y le sonaban vacías e incoherentes.
- Váyase, creo que me equivoqué al dejarle el arma. Está completamente borracho.     Pero él apenas escuchó esto último. Avanzó hasta el paseo y zigzagueando volvió derecho a su casa.
    Mientras la mirilla regresó al infinito y ancho mar. Donde el atardecer descargaba sus tonalidades y las estrellas esperaban su turno.
    El tipo obeso, no obstante, no estaba pendiente de la hermosa puesta de sol.
    Porque aunque apuntase al mar, su ojo izquierdo veía otra cosa.
    Desde el cuenta kilómetros de una bicicleta, veía un rostro azotado por el viento.
    Era el rostro de un niño.
    Con la cabeza rapada.

martes, 25 de diciembre de 2012

Debajo de la cama


Debajo de la cama



ANIKA. 17-mayo-2001 DEBAJO DE LA CAMA
La imagen que más le había impresionado en toda su vida pertenecía a una película de la cual no recordaba ni el título. Había una niña tumbada sobre su cama. Poco más allá, a su izquierda, había un espejo, y ella podía verse dormir. La luna reflejaba su imagen, y cada noche, por aquello del miedo que atenaza a los niños, la cría se miraba en el espejo y aprovechaba para ver si debajo de su cama había algo de lo que debiera tener conocimiento. Tras ver que no había nada se quedó tranquila. Unas escenas más adelante volvió a hacer lo mismo y luego cerró los ojos. Su mano cayó hacia el suelo. En un momento dado notó una humedad viscosa en su mano lacia y abrió los ojos sin atrever a moverse un ápice. Giró la cabeza hacia la izquierda y miró el espejo. Bajo su cama había un hombre con ojos de sádico, que lamía su mano con la boca sangrienta en un rictus perverso.
Aquella escena era la que más terror le producía, pero ella no tenía un espejo al lado de la cama para mirar si estaba sola en la habitación, y por más que había pedido a sus padres que le pusieran un espejo estos siempre le habían dicho lo mismo: no hay sitio. A un lado tenía el balcón y al otro un armario y la puerta. No cabía esa posibilidad, y ponerlo enfrente no tenía sentido.
De modo que Leticia miraba debajo de su cama nada más entrar en la habitación, con las luces abiertas y la puerta del cuarto abierta, por si tenía que gritar y ser escuchada por sus padres. Una vez comprobaba que no habia nada, cerraba la puerta para asegurarse de que nadie podía entrar, y tras leer algunas páginas de un libro de la colección del Barco de Vapor, se dormía con la luz de la lamparilla encendida. Más tarde, como cada noche, entraría alguno de sus padres para darle un beso en la frente y cerrar la luz. También cerraban la puerta por expreso deseo de ella. Si antes no habían entrado, después tampoco lo harían.
Una noche entró e hizo su rutina habitual. Cuando terminó abrió el libro que estaba leyendo, sus ojos consumieron ávidamente unas páginas y cayó rendida. Su madre entró veinte minutos después, besó su frente, cerró la luz y se marchó, dejando cerrada la puerta.
Leticia no pudo ver como media hora más tarde el pomo de su puerta giraba lentamente. La puerta no chirribaba, de modo que tampoco se enteró cuando ésta se abrió lentamente y �algo� que no tenía forma ni color se deslizó por el suelo sin hacer ningún ruido. Ella permanecía inerte sumida en sueños cuando la sábana que la cubría comenzó a deslizarse hacia sus pies. Un pequeño cosquilleo producido por el movimiento de las sábanas hizo que moviera las piernas incómodamente, casi en un arranque nervioso, pero no llegó a despertarla. Cuando las sábanas terminaron en el suelo Leticia comenzó a tener una pesadilla. Sus ojos, ocultos tras los párpados cerrados, se movían rítmica y velozmente. Mientras tanto un ser invisible a la vista humana, deslizaba parte de sí por las piernas desnudas de Leticia, provocando que toda su piel se estremeciera y el bello de todo su cuerpo se erizara. Un frio glacial recorrió sus pies, sus piernas, su cintura, su pecho y sus brazos y terminó llegando hasta su rostro como un suspiro mortal. Leticia sintió que el corazón se le congelaba y abrió los ojos en un rictus de horror. Respiró hondo y comenzó a hiperventilarse mientras sus manos se agarraban fuerte a la sábana de fondo. Cuando logró aminorar la velocidad de su respiración y su corazón volvió a su número de palpitaciones habitual, Leticia parpadeó un par de veces más y se centró. Algo fallaba. No era solo la pesadilla que le había despertado, había algo más. Era un presentimiento. En un moviento tan rápido como el miedo le permitió, encendió la luz de la habitación.
Sentada aún en la cama se miró las propias piernas y encontró la respuesta a su pregunta. La sábana que cubría su cuerpo ahora no estaba. Miró a un lado y otro de la cama sin apenas mover más músculo de su cuerpo que el del cuello, y no encontró la pieza que faltaba. De un bote se puso de rodillas y se acercó hasta los pies de la cama. Allí abajo, de forma circular, estaba toda la sábana que debía haber estado cubriendo su cuerpo. Comenzó a sentir otra vez el miedo que la había hecho hiperventilarse y su respiración volvió a agitarse. De haber sido asmática ya habría sufrido un ataque. Era una suerte ser una niña sana. Si hubiera tenido setenta años probablemente aquella noche habría muerto de un ataque al corazón.
Alargó el brazo para recuperar su sábana y se la echó por encima. Todavía luchaba por recuperar también la serenidad. Tenía tanto miedo que apenas le salió un susurro de la boca cuando creyó estar gritando �mamá�. Su carne de gallina y su bello erizado no la tranquilizaba en absoluto. Tras gemir comenzó a llorar. Si las palabras no salían de su boca, tendría que ir hasta la habitación de sus padres para dejarse consolar... y aquello también le provocaba pavor. La habitación estaba dos cuartos más allá, al fondo del pasillo. Pero si quería que hubiera alguien con ella hasta que consiguiera volver a dormirse, tendría que salir de su propia habitación. Con todo el valor que una niña de doce años podría tener, Leticia localizó primero las zapatillas para ponérselas lo más rápido posible y salir corriendo de allí. Pensó que si corría llegaría antes a la habitación de sus padres y podría meterse entre ambos para recuperar la tranquilidad y el sueño. Sólo sus padres tenían esa capacidad de devolverle la paz. Ella era muy joven, no podía hacerlo todo sola. Necesitaba dos adultos a los que amaba y en los que confiaba.
Decidida, tras localizar sus zapatillas, se abrazó a la sábana, se calzó y corrió hacia la puerta de su habitación. Fue entonces, cuando al alargar el brazo para abrir el pomo, se dio cuenta de que la puerta estaba abierta. El miedo la paralizó de nuevo y sus ojos bailotearon de terror. No se atrevía a girarse y en el umbral permaneció el tiempo que a ella le pareció una eternidad. Sus pies no se atrevían a dar un paso más. Comenzó a hiperventilarse de nuevo y sintió marearse, y en un arranque último de valor extendió el brazo y abrió la luz del pasillo. ¿Iba a morir de miedo? Aquella duda consiguió que echara a correr hasta la habitación de sus padres pero fue tan rápida y torpe que se estampó contra la puerta semiabierta.
Cayó al suelo y se dañó un tobillo, pero provocó el suficiente ruido como para que su padre se despertara y abriera la luz.
- ¿Leticia?
La niña alzó su rostro poco a poco. Primero vio las baldosas del suelo, luego llegó hasta las zapatillas de su padre, y entonces miró debajo de la cama de matrimonio.
Antes de que la habitación comenzara a darle vueltas y cayera al suelo había podido ver que debajo de la cama de sus padres estaba su madre sobre un charco de sangre y un ser etéreo, como el cristal, al cual sólo se podía con los ojos de la infancia, lamía la barbilla sangrienta de su madre.
FIN.

lunes, 24 de diciembre de 2012

Azul

Azul



Al despertar en su cama se desperezó y se restregó los ojos. Sus largos y blancos dedos tocaron su frente y una alarma en su interior se disparó. ¿Un grano?. ¡Por Dios! Con treinta y tres años, un hombre hecho y derecho no podía ser víctima del acné. Instintivamente palpó de nuevo con sus yemas blandas, las yemas de un pianista, tersas y pulcras, la pequeña protuberancia que había descubierto tras un largo  y reconfortante sueño.
    Un incómodo malestar le arrebató la comodidad de su descanso y se levantó, casi furioso, de la cama.
    Entró en el cuarto de baño para mirar el supuesto maldito grano que había llegado tarde.
 - ¿Qué...?
    No podía dar crédito a sus ojos. Lo que veía tenía la apariencia física de una gota. Una gota azul. Sus pupilas se dilataron mientras se miraba de frente en el espejo. Sus ojos tenían el mismo color que aquel diamante de materia desconocida que había nacido, sin previo aviso, en el centro de su frente. Parecía un tercer ojo pero... ¿de dónde había salido?
    Sus largos dedos volvieron a posarse sobre la gota azul y sus yemas se deslizaron sobre ella. Rememoró la gelatina tras palpar el bultito y se dijo que aquello era muy raro. Tenía la apariencia de un diamante pero el tacto le demostraba que era una sustancia blanda. Se lavó la cara e intentó despegar al intruso que había en su frente, pero ni siquiera frotando una áspera toalla que en su día fue de suave rizo americano consiguió despegarlo o desintegrarlo. Volvió a probar con jabón pero éste solo consiguió que fuera más difícil localizarlo.
    Se dio pronto por vencido y volvió a tirarse en la cama. Su cuerpo pedía cinco minutos más de sueño y no pudo evitar quedarse dormido. Cuando había despertado, justo antes de tocar aquel bultito azul, había pensado que no necesitaba más descanso porque se sentía fresco y lleno de energías. Sin embargo aquella cosa extraña que se había apoderado de su frente provocando un golpe a su vanidad le había sentado como una patada en el estómago. El concierto era importante, pero su imagen también.
El sol aún no había salido y el concierto quedaba aún muy lejos. Además, para eso estaba su madre que, atenta y predispuesta a mimar a su exitoso hijo, le despertaría suave y amablemente con una bandeja que portaría un suculento desayuno.
    Soñó con su actuación y disfrutó de aplausos eufóricos. Y volvió a despertar aun antes de que su madre apareciera por su habitación.
    Instintivamente se llevó la mano a la frente y arrugó el ceño. ¿Dónde estaba aquella gota azul que, juraría, apenas diez minutos antes había tocado con sus dedos y visto con sus propios ojos en el espejo del cuarto de baño?. Sin levantarse aún de la cama, supuso que habría sido un sueño y que nunca se había levantado con aquella curiosidad.
    Miró el reloj. Eran las siete y cuarto de la mañana. Faltaba aún más de media hora para que su madre acudiera a él con su desayuno. Decidió, dado que estaba algo excitado y bastante despierto, levantarse y prepararse él mismo su zumo de naranja y su café con leche. Incluso podría hacerse unas tostadas. No estaba de más quitarle algún cargo a su madre y ser él quien la mimara a ella. Tener un hijo famoso era un orgullo para la madre pero seguramente le alegraría más que el concertista fuera capaz de hacer algo más que teclear el piano con gracia y agilidad. Aunque tampoco estaba tan seguro... Pero daba igual. Aquella energía tenía que aprovecharla, le gustara o no a su madre que sus dedos cogieran un cuchillo y untaran mantequilla en unas tostadas. Decidido. No la despertaría y se encargaría él mismo de prepararse algo.
    Penetró en el cuarto de baño y se miró al espejo. Sus ojos azules recorrieron su rostro y observaron detenidamente su frente. Allí no había nada. Lo había soñado. Le pareció increíble que el sueño hubiese sido tan real pero no ocupó su bendito cerebro creador de fantásticas piezas en darle más vueltas a aquello.
    Sentado en el retrete y pensando qué traje utilizaría en el concierto su mirada se posó vagamente sobre el suelo de gres del lavabo. Un destelleante reflejo llamó su atención y parpadeó varias veces.
    ¿Qué estaba viendo?
En el suelo, cerca de sus pies, donde se había posado su mirada estaba aquella extraña gotita azul que le recordaba al mar y a sus propios ojos. Se acercó a ella y la escrutó con la mirada.
    Un destello del diamante de gelatina le hizo retroceder y sentir un escalofrío en su espina dorsal. No obstante continuó allí observando la gotita que un rato antes había estado pegada a su frente.
 - No me gusta. -Murmuró para sí.
    No era un día frío, al contrario, el boletín meteorológico del día anterior había anunciado que habría subidas importantes de temperatura en Levante y a esas horas ya debería notarse la calidez del verano si no el calor sofocante del sol. El hombre sintió otro escalofrío y se abrazó a sí mismo.
    Antes de que se diera cuenta, mientras sus ojos intentaban penetrar en el misterio de aquella gota azul que yacía sobre el suelo de gres, una invasión de escalofríos se había apoderado de su cuerpo, de sus músculos, de sus huesos...
    Aún en el lavabo, con los pies clavados en el suelo, un malestar ignoto se hizo con el poder de su cuerpo y de su mente. Se sentía febril y tiritaba continuamente. ¿Enfermo justo antes de empezar el concierto? ¡Eso era imposible! ¡Terrible!.
    Intentó despegar sus pies descalzos del gres pero algo se lo impedía. El malestar general se estaba acentuando y el hombre comenzó a sudar. Sus ojos iban y venían e inconscientemente parecían despedirse de la vida dejándole en ocasiones sólo una mancha blanca en sus cuencas frías. Le palpitaban las sienes.
    El sudor comenzó a humedecer su cuerpo que fue objeto de extraños espasmos. Su mente pensaba en lo que le estaba sucendiendo y el terror se apoderaba de su cerebro.
    ¿Qué me está pasando?
    Sus piernas perdieron fuerza y se doblaron lenta y esforzadamente hasta quedar acurrucado en el suelo del cuarto de baño.
    Abrazándose a sus piernas intentó tratar de controlar aquella extraña enfermedad de la cual desconocía el nombre y sus ojos volvieron a bajar a su posición normal.
    Un sonido gutural salió de su garganta al descubrirse rodeado de gotas de sudor azules, azules como el mar, azules como la gota con la que había amanecido en su frente, azules como sus propios ojos. El azul que había heredado de su padre.
    Observó temeroso e incapaz de moverse cómo sus gotas de sudor azules se estiraban, se dejaban caer, se multiplicaban, se hacían cada vez más largas...
    Y gelatinosas.
Sintió un nudo en la garganta y algo parecido a una bola de pelos de gato que le urgió a beber agua para no morirse atragantado o asfixiado. El miedo a morir fue más fuerte que el terror a lo que le estaba sucediendo e intentó controlarse, pero sus cuerdas vocales no le obedecían y su grito de auxilio quedó vacío en su cerebro.
    Intentó movilizar su cuerpo pero parecía hecho de roca inerte. Sólo sus pupilas se empequeñecían y se agrandaban dentro de unos ojos que parecían bailar una danza lúgubre y enfermiza.
    El frío lo tenía aterido y la inmovilidad, asustado.
Su mente, a pesar del miedo descontrolado, era lo único que parecía funcionar correctamente, aunque a veces tenía la sensación de estar delirando.
    Intentó serenarse a pesar del manto azul y pegajoso que le estaba envolviendo y que iba cubriendo cada vez más su cuerpo.
    Quería levantar la cabeza y mirar al techo para que sus ojos no fueran testigos de aquella extraña experiencia que parecía querer llevarle a la locura.
    ¡Dios misericordioso! ¿Qué he hecho yo para que me ocurra algo tan horrible?.
    En su búsqueda por el control y la serenidad, cerró los párpados y agradeció a Dios que estos obedecieran sus órdenes mentales. Consiguió mantener los ojos cerrados y así dejar de sufrir una visión tan odiosa y terrible.
    Notaba un frío inusual, ni seco ni húmedo, en sus piernas, en sus brazos, en sus pies y en sus manos. El frío se había apoderado de su estómago y de su espalda, de su pecho y de su garganta... Curiosamente, haciendo balance y analizando aquella situación, se percató de que su cabeza era la única que permanecía aislada del frío.
    ¡El cerebro!.
    El cerebro puede con esa maldita cosa. El calor, la energía del cerebro, es poder.
    Hizo un esfuerzo supremo por controlar algo más que su cerebro. Sus músculos estaban tensos, parecían cables de alta tensión, duros y fuertes, inamovibles.
    Lanzó mensajes de lucha a su masa gris esperando solucionar así parte del problema y recurrió a todo su poder de concentración para ganar la batalla que estaba lidiando con aquella enfermedad azul.
    Inconscientemente, no se le había ocurrido que aquello pudiera no ser una enfermedad. Él se había dedicado a la música, a la belleza de los sonidos que ágilmente creaban sus dedos sobre las teclas del piano. Jamás había estado convalenciente a menos que fuera un resfriado lo que le había mantenido con apenas unas décimas de más de fiebre, pero hasta eso había podido solucionarlo con un simple analgésico.
    El hombre que permanecía acurrucado en el suelo del cuarto de baño rodeado de un manto azul cada vez más espeso que surgía con cada gota de sudor provocado por el delirio febril, un cúmulo de gotas gelatinosas azules que sólo dejaba libre su cabeza, nunca había estudiado Medicina. Jamás había leído un artículo, un libro o un reportaje sobre Medicina. Era un inculto en ese sentido. La música era su vida.
    Y no sabía que su poder, la posibilidad de luchar contra aquella gota azul, estaba en recordar por qué había ido en su busca. ¿Qué podía haber pasado para que le hubiera elegido a él.? La respuesta era su única salvación pero él, no sólo no la tenía, sino que no le preocupaba llegar hasta ella porque estaba enfrascado en su propio miedo y en su ignorancia acerca de las enfermedades humanas. Además, aún tenía una prueba que superar de la que él no era todavía consciente y, llegado el momento, quizá no pudiera con ella.

Mentalmente pidió varias veces auxilio a una madre que aún permanecía acostada soñando con su difunto marido, feliz de rememorarlo como ella deseaba aunque fuese en sueños.
    La ineficacia de sus peticiones mentales le hizo sentirse aún más débil y tuvo que pasar unos minutos de abandono para que se diera cuenta que él era el único que podía vencer ese mal.
    Volvió a recurrir a su esfuerzo mental, pero esta vez no para avisar a su madre de que algo fatídico estaba sucediendo a su hijo, sino para movilizar su cuerpo y luchar contra la masa de gotas gelatinosas azules que le recordaban demasiado al azul de sus ojos.
    En un esfuerzo supremo, un nuevo sonido gutural salió de su garganta. Pero no fue lo suficientemente subido de tono como para llamar la atención de su amorosa madre.
    El agua le llamaba subliminalmente desde el grifo del lavabo, como si le hablara telepáticamente y le recordara lo sediento que estaba, y el hombre puso toda su pasión en llegar hasta ella. Haciendo acopio de toda su fuerza intentó mover un brazo y despegarlo de sus piernas.
    El esfuerzo no fue todavía suficiente y comenzó a sentirse el hombre más inútil del mundo. Estaba demasiado mimado. Nunca había hecho nada por él porque consideraba que eso formaba parte del trabajo de su madre, mujer que había dedicado por entero su vida a la estrella del piano desde antes incluso de que quedara viuda con sólo treinta años. Así había sido educado y así creía que era la vida.
    La inutilidad de la que se sentía presa le hizo rememorar, aún acurrucado y abrazado a sus piernas inmóviles, tiempos pasados en los que su madre había hecho todo cuanto había podido por librarle de la fealdad del mundo exterior.
    De ese modo había convertido a su hijo en una fantasía del mismo modo en que le había despojado incluso de su virilidad y de su fuerza vital. Jamás le había permitido que se estropeara sus largos dedos de pianista y para ello había hecho cuanto estaba a su alcance para que su hijo utilizara sus manos lo menos posible.
    Él había nacido para crear música. Eso decía su madre. Sus notas musicales surgían del piano volátiles, mezclándose con el viento y con las moléculas invisibles del aire, y con su música había llegado a los corazones de los seres humanos e incluso de los animales.
    ¿Por qué, entonces, estaba pensando que había hecho algo malo como para merecer tal ofensa?. Él era un genio. Su inmovilidad le sugirió la imposibilidad de golpear suavemente las teclas del piano y sintió como se hundía en la miseria.
    ¿Para qué otra cosa servía él.?
La necesidad de dejar de torturarse con el hijo inútil que había creado su madre hizo que mirara fijamente la gota azul que había en el suelo, justo enfrente de su cuerpo.
    Un escalofrío mental le puso en guardia.
   Eso se estaba riendo de él.
Quiso llorar al sentirse tan atrapado y antes de que se diera cuenta sus ojos comenzaron a dejar resbalar gotas azules de sus ojos.
    ¡Dios mío!.
    Un hombre de su edad no debería llorar como un niño asustadizo pero esas lágrimas eran exactamente iguales que las gotas de sudor que se habían apoderado como una carcasa de su cuerpo y que ahora le mantenían inmóviles.
    Caían pesadamente sobre sus mejillas y resbalaban hacia su pecho dejándose caer lenta y gelatinosamente hasta su estómago. Algunas de ellas se desviaban y cubrían sus brazos para llegar a sus piernas y, poco a poco, las lágrimas azules de materia desconocida llegaron a sus pies convirtiendo su cuerpo en una gruesa capa azul gelatinosa que lo envolvía completamente.
    Quería dejar de llorar porque estaba empeorándolo todo sin embargo la situación era lo suficientemente terrible como para dejarse llevar por el desasosiego y la desazón.
    Mamá, ¿qué me está pasando?.
    Su estado febril le hizo evocar a su madre y la recordó de joven. Él tendría siete años y su madre treinta y tres. Su padre había muerto tres años antes pero había dejado un legado en el hogar y en sus vidas: su medio hermana Clara.
    Recordar a Clara le hizo sentirse aún más enfermo.
    Algo en su interior le decía que Clara tenía mucho que ver con aquella extraña enfermedad. Clara, y los maravillosos y vacíos ojos azules que también había heredado de su padre.
    Hubiera deseado querer a Clara, amarla como a una verdadera hermana, pero su madre le había inculcado el pensamiento de que la niña no era más que un estorbo en sus vidas.
    Su nombre melodioso podría haber hecho que pareciera dulce, y si se esforzaba un poco, su mente febril podía recordar que así era, pues Clara era una niña tierna y amistosa, sin embargo el poder que tenía su madre sobre él, el futuro pianista de renombre, la estrella de los conciertos de piano, hizo que el egoismo pudiera con el pensamiento infantil.
    Todo hijo único deseaba tener un hermanito pero cuando llegó Clara a sus vidas tras la muerte de su padre, él sintió que su vida cambiaría a peor. Las atenciones de su madre estarían entonces repartidas y él tendría que conformarse con la mitad de su cariño.
    Clara se dio cuenta de que aquello no ocurría ni a medida que pasaba el tiempo y aun así no rechistó. Era una niña en casa ajena. Ni siquiera sabía que su padre biológico estuviera casado y tuviera un hijo mayor que ella. Saber muerta a su madre la hundió en la desesperación pero su padre le había prometido que le daría otra familia, una familia maravillosa que la querría  y la cuidaría eternamente.
   Al menos hasta que seas mayor de edad y puedas valerte por ti misma, le había dicho él.
    Clara había sonreído entonces y se había hecho ilusiones. Pero la familia nunca llegaba y su padre cada vez venía menos a verla. El colegio infantil en el que estaba interna se ocupaba de ella y de sus necesidades, pero Clara se conformaba con poco.
    Un día, en cambio, apareció un hombre que según una de sus profesoras iba trajeado y era abogado, y se hizo cargo de ella. Le ayudó a hacer su maleta y se la llevó en coche a la ciudad, donde le esperaba su nueva familia. Hacía tiempo que su padre no iba a verla y creía que la había abandonado pero aquella voz masculina prometiéndole una familia le dio un motivo para sonreir.
    Clara viajó soñando con las dulces manos de su padre que, a pesar de ser camionero, las lucía como un concertista de piano. Durante el camino se preguntó adónde viviría y con quién y, sobre todo, por qué no había venido su padre a recogerla. Pero no se atrevió a hacer ninguna pregunta.
    El abogado condujo a la niña hasta su nuevo hogar y allí habló con una mujer de treinta años. Clara pudo notar en el tono de su voz que estaba dolida y confusa. Pero no sabía por qué. ¿Y dónde estaba su padre?.
    Cuando el hombre se fue un niño le sonrió, pero Clara no le vio.
 - ¡Es ciega!. -Exclamó el niño.
 - Lo que faltaba. -Murmuró la mujer.
El hombre recordó a su madre tres años después, bella y solícita, acariciando sus cabellos y contándole bonitas historias sobre su futuro. Él se había decantado por la música a los cuatro años y ya llevaba tres y medio asistiendo a clases particulares. Clara tenía entonces seis y no iba a la escuela. Su madre decía que mientras nadie lo supiera no habría motivos de alarma. Para ello, llevaban ya tres años permitiéndole a Clara salir de la casa los fines de semana para que la vieran los vecinos pero durante el resto de la semana permanecía encerrada con la orden de no hacer ruido ni molestar. Clara se había convertido en un mueble de lunes a viernes y en una huérfana recogida por la bella viuda de sábado a domingo.
    Clara se acostumbró a permanecer inmóvil en una silla y a dedicar su tiempo a pensar en lo que había perdido. Nadie hablaba apenas con ella y la falta de afecto la debilitó más que si no hubiera comido en una semana o estuviera necesitada de vitaminas.
    El niño se dejaba mimar por su madre y apenas le dirigía la palabra a su medio hermana. Además, a su madre no le gustaba demasiado recordar que su marido le había sido infiel, por lo tanto, la pequeña Clara no era sino la prueba de su infidelidad y un tormento para la mujer.
    Tras una semana en la casa de aquella mujer y el chico, Clara se había atrevido a preguntar dónde estaba su padre, y entonces una voz cínica le informó de que estaba bajo tierra.
En el lavabo, el hombre rememoraba momentos dulces con su madre, pero de vez en cuando, sin quererlo, venían a su mente imágenes de Clara.
    Clara sentada, inmóvil, con la mirada perdida al frente y apenas viva. Sin una débil sonrisa que anunciara que era feliz.
    En el tiempo en que el hombre fue niño jamás pensó que Clara no pudiera ser feliz. La niña tenía una casa, comida y televisión para entretenerse. ¡Ah, claro! Cuando no había nadie en la casa y ella se quedaba sola no podía encender la televisión por si llamaba la atención, pero el resto del tiempo.... Además, Clara no tenía nada más ¿no?. Debía estar agradecida de que su madre no se hubiese deshecho de ella.
    O al menos eso pensaba mientras fue niño.
    Ahora se sentía un miserable.
    ¿Tenía Clara algo que ver con lo que le estaba sucediendo?
    ¿Era posible que Clara hubiese vuelto para vengarse?
    ¡Qué estupidez! En aquella casa comprada con sus ganancias sólo vivían él y su madre, su afectiva y devota madre. Aún era bella y mantenía su porte altivo y orgulloso. Le acompañaba a todos los conciertos y siempre, siempre, le besaba en las mejillas y le decía aquello de eres el mejor que tanta fuerza y valor en sí mismo aportaba al hombre.
    Jamás se había parado a pensar que aún estuviese soltero por culpa de su madre, entre otras cosas porque ambos pensaban igual.
    La soltería, recorriendo imágenes fugaces en su mente, le hicieron recordar que ya tenía treinta y tres años, la edad que tenía su madre cuando murió Clara.
Su garganta estaba extremadamente seca y sólo la extraña sensación de humedad que recorría su cuerpo le hacía sentirse mejor. Alargó la lengua para recoger sus azules lágrimas y se introdujo una ínfima parte de aquel extraño material gelatinoso en su garganta.
    Un extraño frescor bajando por su garganta le produjo ánimo y decidió que tenía que volver a intentar mover su cuerpo.
    Con toda la fuerza de que era capaz empujó sus brazos hacia el aire y más gotas de sudor cubrieron su cuerpo y perlaron su frente. Sin embargo lo consiguió.
    Al sentirse libre hizo otro ardoroso esfuerzo por erguirse y levantarse y, como gelatina dura, sus piernas se estiraron.
    Anduvo unos pasos hasta el espejo y se miró.
    No sabía definir cómo se sentía. Una mezcla de sentimientos rugían en su cerebro y en su propia alma. Estaba confuso. Sabía que estaba enfadado e irritado pero también se sabía feliz y libre.
    Entonces, ¿qué hizo que se preguntase por qué odiaba tanto el color de sus ojos?
    Su mirada, inyectada en sangre, se postró sobre el espejo y lo atravesó. Quería ver a través de él. Ni siquiera dedicó un minuto de su tiempo a desembarazarse de aquella carcasa azul que lo envolvía desde hacía... ¿cuánto tiempo?.
    Los músculos de su garganta se tensaron.
    Los músculos de sus manos y sus piernas se tensaron.
    Miró sus ojos sin papadear. Eran los ojos de su padre, los ojos de Clara.
 - Os odio. -Logró articular.

La mujer se levantó y, al mirar el reloj despertador y comprobar que se había dormido, saltó de la cama y salió rápidamente de su habitación. Ni siquiera se puso el salto de cama que su hijo le había comprado en Viena tras un concierto multitudinario que le aportó más fama y beneficios económicos.
    Corrió descalza hasta la cocina y se preguntó si no sería mejor despertar a su hijo primero. El desayuno lo haría mientras el chico se duchaba y se vestía.
    Caminó por el pasillo hasta la habitación del hombre y entreabrió la puerta. La cama estaba deshecha. Dio unos pasos hacia el interior y se acercó hasta el lavabo.
    La puerta del cuarto de baño estaba entreabierta y no se oían ruidos del interior. Si no se estaba duchando ¿dónde estaba?.
 - ¿Cariño?. -Llamó.
    Al no obtener respuesta se acercó más y tocó con los nudillos en la puerta. Finalmente, tras una espera sin contestación, decidió entrar.
Cuando vio el cuerpo semi desnudo de su hijo tirado en el suelo de gres que habían elegido juntos cuando decidieron cambiar de piso, le dio una pequeña taquicardia.
    El hijo estaba tumbado de espaldas a ella.
    Se tiró hacia él con la mirada desorbitada.
    En su locura, sus ojos no vieron la sangre hasta que le dio la vuelta al cadáver.
    Un estremecimiento recorrió su cuerpo y su corazón galopó con prisa, con demasiada prisa.
 - Levántate, ¿me oyes?.
    La mujer veía las cuencas vacías de los ojos de su hijo pero se negaba a admitirlo. La sangre había emanado de ellas y ahora no había sino una masa sanguinolenta de carne.
    Se puso una mano en el corazón y le gritó mentalmente que parase aquella loca velocidad porque no iba a ser capaz de soportar un ataque al corazón y ayudar a su hijo a vestirse y a acompañarlo al concierto a un mismo tiempo.
    Por un momento creyó morir sin embargo su fuerza era superior de lo que imaginaba. Era una mujer luchadora, por eso, precisamente por eso, había conseguido que su hijo llegase tan lejos.
    No miró las manos ensangrentadas de su hijo que aferraban fuertemente los ojos azules que un día la habían mirado con amor y gratitud.
    Se desesperó mirando a un lado y otro del cuarto de baño, pensando qué podía hacer para llegar a tiempo al concierto con su hijo en buenas condiciones.
    Entonces, en mitad de su locura, vio una imagen en el espejo y un vuelco al corazón la sobresaltó.
 - Clara.
    En el espejo, una imagen antigua, cuando ella tenía treinta y tres años y Clara no era más que una cría. Un estorbo, había pensado.
    La niña yacía en el suelo del cuarto de baño de la casa antigua, con las cuencas de sus ojos ciegos vacías. Inerte tras un derrame incontrolado, como su hijo.
    La mujer lloró a su pesar.
    No había querido recordar aquello sin embargo alguien le había puesto esa imagen en el espejo y la lucidez le advirtió de lo que le había ocurrido a su hijo.
    El hijo estaba muerto, desangrado. Pero antes se había quitado los ojos, como Clara.
    Lágrimas verdes recorrieron sus mejillas pálidas y su mente febril se preguntó por qué aquellas gotas tenían el mismo color de sus ojos. Verde como los bosques, verde como el césped, verde como sus propios ojos.

Y gelatinosos. 

domingo, 23 de diciembre de 2012

HISTORIA DEL PEQUEÑO BRANDÁN

HISTORIA DEL PEQUEÑO BRANDÁN

Uxía y Lois (vamos a llamarles así porque ellos no me han dado permiso para escribir sus verdaderos nombres) son un matrimonio que vive en A Coruña y que tienen dos hijos preciosos.  El mayor se llama Brandán y el pequeño se llama Xosé.  En realidad es en Brandán en quien me voy a centrar para contarte esta historia.  Es un niño con una mirada preciosa, dulce e ingenua.  Tiene ahora siete años y -puedes creerme- te enamoras de él al primer golpe de vista. Brandán fue un niño muy deseado por sus padres.  Uxía y Lois tenían muchas ganas de tener hijos.  En realidad, no se habían planteado seriamente casarse "con todas las de la ley" ni por la iglesia ni tan siquiera por lo civil.  No obstante decidieron formar una familia y tener su primer hijo antes de plantearse pasar por el juzgado.  De forma que en el mes de agosto de aquel año se fueron de vacaciones al pueblecito de Ézaro, un sitio muy pequeñito que se encuentra entre los pueblos de Cee y Carnota, trozo de costa que marca el límite entre las Rias Baixas y las Rias Altas.  Te aseguro, Anika, que si te digo que ese lugar es uno de los parajes más bellos que existen en la península Ibérica no exagero.  El mar posee un color azul que no tiene en ninguna otra parte del mundo, sus playas ofrecen unos contrastes magníficos entre las calas recogidas y los arenales abiertos a la furia del Atlántico... los bosques llegan hasta la orilla misma del agua.  Y en el pueblo de Ézaro, dominado por el Monte Pindo (monte que los paisanos del lugar procuran evitar por considerarlo morada de la Santa Compaña) la paz y la tranquilidad son la norma por excelencia.  Ves a las lugareñas pasear por el pueblo, ataviadas enteramente de negro y con los gorros de paja cubriendo sus cabezas para protegerse del sol en los meses de verano, y a poca gente más... algún turista despistado que llega por allí de vez en cuando porque se ha perdido.  Pero Uxía y Lois conocían la zona perfectamente y decidieron pasar allí el verano, en un pequeño camping de las cercanías de Ézaro.  El plan era pasar un verano relajado y tranquilo, sin más trabajo que el de amarse el uno al otro todo el tiempo y que Uxía regresase de las vacaciones embarazada...
Así, todas las mañanas después de desayunar en el camping, los dos se iban de paseo por la costa.  A ambos les gustaba andar y descubrir nuevos caminos.  Y fue durante uno de estos paseos matutinos cuando descubrieron una playa pequeñita con un muelle de madera en el que había multitud de barquitas de pescadores.  La arena estaba completamente cubierta de redes de color verde.  Y un grupo de mujeres se dedicaba a remendarlas, haciendo un pequeño círculo alrededor de otra mujer, aparentemente mucho mayor que ellas y vestida totalmente de negro de arriba abajo.  La llegada de la joven pareja a la playa (en la entrada de la cual había un viejo cartel de madera que ponía "Porto de Quilmás") causó una curiosa expectación entre las rederas que, a un gesto de la vieja, dejaron apresuradamente sus labores y se marcharon precipitadamente por un sendero que había al otro lado de la playa.  Lois se quedó mirando cómo las siete mujeres que remendaban las redes se marchaban.  Pero la vieja siguió allí, sentada en una piedra, en medio de la playa, mirando fijamente para Lois y para Uxía.  A Lois no le gustó la sensación que le produjo la mirada de la vieja.  Era cómo si aquella mirada, a pesar de la considerable distancia que les separaba, fuera "más allá", como si le entrase directamente en el alma e hiciera inspección de todo -lo bueno y lo malo- que había en ella.  Por eso, cuando la vieja se levantó y comenzó a caminar hacia ellos, Lois sintió un estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo.  Al fin, la anciana llegó al lugar donde ellos se habían sentado a tomar el sol y, tomando asiento a su lado, se quedó mirando fíjamente para el anillo de oro que Uxía lucía en uno de sus dedos.  Se trataba de una alianza que Lois, a pesar de no estar casados, le había regalado el año anterior por su cumpleaños.
Uxía y Lois, cortésmente, le dieron los buenos días, pero la anciana no respondió y siguió mirando fijamente al anillo.  Al fin, Uxía, un poco violenta por la situación, le dijo:
- ¿Le gusta mi anillo?  Me lo ha regalado él. ¡Por cierto! Me llamo Uxía, y él es Lois...
La vieja habló por fin.
- ¿Por qué llevas anillo si no estás casada, niña?
Uxía miró asombrada a Lois.  Era cierto que no estaban casados pero, en todo caso ¿como lo sabía la vieja?  Bueno, ellos eran jóvenes, Lois no llevaba anillo... podía haberlo deducido fácilmente.
- Oh, bueno, es un regalo que me ha hecho él.  De todas formas pensamos casarnos algún día.
La vieja miró a los ojos a Uxía y dijo:
- Niña, cúidate, no te pongas demasiado al sol.  Estos días no salgas de noche.  No se te ocurra acercarte al monte Pindo.  No respires el aire que de allí llega... estamos en tiempo de Santa Compaña...
Lois intervino en la conversación.
- ¿De Santa Compaña? Sí, ya he oido hablar de esas historias que se cuentan por aquí (Se rió), pero no me dirá usted que realmente debemos temer ese tipo de cuentos ¿verdad?
La vieja miró al suelo y contestó a Lois.
- Cúidala.  No la lleves al monte Pindo.  Hazlo por tu hijo.
Uxía dijo:
- ¡Pero si el monte Pindo es lo más bonito que hay aquí!  Precisamente mañana vamos a ir de excursión.  Dicen que desde la cima se divisa una panorámica maravillosa de toda la ría.  Además ¿de que hijo habla usted? No
tenemos ninguno.  Al menos todavía...
La vieja miró fijamente al vientre de Uxía y contestó.
- Sí.  Ya ha venido.  Está ahí.  Llegó ayer.  Estás preñada.  De unas horas solamente.  Pero él ya está ahí.  Una mujer con su hijo en el vientre no debe ver a la Santa Compaña o la desgracia se cebará en el pequeño.  No
vayas al Monte Pindo.  Si ves a la procesión de la muerte, el niño no nacerá...
Dicho esto último se levantó y se fué.  Lois y Uxía se quedaron mirándose el uno al otro y se rieron.  Era, evidentemente, una vieja chiflada.  Todas esas habladurías de la Santa Compaña... y además ¿cómo iba a saber aquella mujer que Uxía estaba embarazada de unas horas? ¡Si hasta con los tests de embarazo que vendían en las farmacias había que esperar casi a la segunda falta para asegurarse...!
Volvieron hacia el camping riéndose.  Olvidaron el asunto y por la noche bajaron al pueblo a tomar un poco de pulpo con cachelos y una botella de Godello, vino que les encantaba a los dos.  Fueron directamente al bar de la Genoveba ("la primera con v y la segunda con b", como decía ella) y cuando ya apuraban los últimos restos de la botella, Lois comenzó a contarle a la Genoveba, entre risas, la historia de la vieja de la playa y toda la sarta de tonterías que les había dicho.  Pero la Genoveba, lejos de reirse, tornó seria su expresión y dijo:
- ¿Habéis visto a la vieja y a las siete doncellas? ¡Santo Dios! Hace muchos años que nadie las ve. ¡Hacedme caso! Haced todo lo que ella os dijo.  Uxía, si ella dice que llevas un niño en tu vientre es que lo llevas.  Es cierto que es imposible de confirmar antes de un mes y pico o así... pero el niño está ahí.  Haz caso a la vieja y no vayas al monte.  Hija, la Santa Compaña no se anda con bromas.  Quien ve a la procesión y es visto por ella, por fuerza tendrá que acompañarles hacia su destino, allende los mares.  Y si una mujer embarazada es sorprendida por ellos, se llevarán el alma de su pequeño y este no nacerá jamás...
La pareja abandonó el bar.  La verdad es que se habían reido un rato de la Genoveba.  Y el Godello había contribuido a aumentar la hilaridad de ambos.  Por supuesto, al llegar al camping, dejaron todo dispuesto para madrugar y marchar temprano al monte Pindo, al día siguiente. Uxía y Lois se levantaron muy temprano, a la mañana siguiente, dispuestos a hacer la ruta del monte Pindo.  Es realmente una ruta maravillosa, pero ciertamente dura y has de disponer de un día entero para hacerla.  El monte Pindo se encuentra situado entre la ensenada de Ézaro y la ensenada de otro pueblo que se llama, precisamente, O Pindo.  Es como una pequeña península con el monte metido en el mar, de forma que desde su cima divisas dos rias enteras: la ria de Corcubión y la ria de Muros.  Y si el tiempo lo permite y no hay "borraxeira" (niebla) puedes, incluso, divisar a lo lejos la ria de Arousa y la isla de A Toxa.  A mí, particularmente, no me extraña que los habitantes de los alrededores le tengan al monte Pindo un cierto "respeto".  Es una montaña vieja de formas redondeadas y, en su parte superior carece de vegetación, cosa que contrasta enormemente con todo el paisaje que la rodea.  Hay lugareños que dicen que en el monte Pindo no hay vida porque es la morada de la muerte.  En todo caso, nada más lejos de la realidad.  Hay multitud de caballos salvajes y, entre sus riachuelos y desfiladeros, aunque no se ven a simple vista hay multitud de árboles y verdaderas selvas con una vegetación curiosa, entre montañosa y marina.
Uxía y Lois comenzaron a ascender por el sendero que parte del pueblo de O Pindo y no pararon de caminar durante un par de horas.  Conforme iban subiendo, el sendero se hacía más y más tortuoso y la vegetación más escasa, lo cual no dejaba de ser una ventaja porque ese hecho les permitía disfrutar del paisaje.  Abajo distinguían ya los pueblos de Ézaro, O Pindo y hasta el pequeño puerto de Quilmás, en donde habían tenido su extraño encuentro con la vieja y las mujeres.  Hicieron fotografías, filmaron el paisaje con cámara de vídeo y estuvieron mucho rato mirando al mar, a la inmensidad del océano Atlántico.  ¿No te había dicho que una de las razones por las que se encontraban en aquel lugar era que Lois era un auténtico aficionado a los OVNIS y, al parecer, en aquella región marítima se habían dado numerosos avistamientos de naves extrañas que entraban y salían de las aguas del océano?  No.  Creo que no te lo había dicho.  El caso es que Lois miraba las aguas expectante, por si acaso... Uxía en esos temas era mucho más escéptica.
- Lo que no entiendo es cómo puedes reirte de las historias de la Santa Compaña y las doncellas y la vieja, y después pasarte los días y las noches mirando al cielo para ver si divisas naves con hombrecillos verdes... ¡Si son las mismas gilipolleces, solo que más modernizadas! Claro, antes la gente se emborrachaba con vino de barrica y veían espíritus y a la virgen... ahora, con las drogas de diseño y a base de gin-tonics, la gente ve OVNIS.  En fin, filliño, si tú lo disfrutas...
Lois no consiguió ver nada en todo el día.  Siguieron subiendo.  Y a la una de la tarde habían llegado a la cima.  En verdad había valido la pena.  Solo que la temperatura había bajado notablemente y la visibilidad había descendido de forma preocupante.  En Galicia el clima es así.  Puede que en un momento determinado haga calor y luzca el sol, pero nunca sabes lo que va a ocurrir en la hora siguiente.  De forma que el frío comenzó a apretar y decidieron comenzar el descenso por la otra ladera de la montaña con la intención de llegar cuanto antes al otro lado, al pueblo de Caldebarcos, en donde cenarían y después harían auto-stop hasta Ézaro. Uxía, de todas formas, comenzó a sentirse cada vez más y más cansada.  Quizá había comido los bocadillos demasiado rápido, porque notaba una pesadez inusual en el estómago.
- Lois, necesito parar a descansar otra vez.  No me siento bien.  Creo que ayer por la noche tomé demasiado vino.  Me siento rara y tengo náuseas.  Quiero parar. ¡Joder... y aún encima está empezando a llover!... ¿Que es eso que hay ahí delante? Parece una cabaña de pastores o algo así... Vamos a meternos dentro mientras no para de caer agua. ¡No me mires con esa cara! Me encuentro fatal, no puedo seguir andando... llevamos así todo el dia.  Ya se está haciendo casi de noche ¿Qué hora es? Las ocho y algo... ¿no?
    Lois miró para ella con cara de preocupación y dijo:
- No.  En realidad aún no son las seis.  Es extraño que haya tan poca luz.  Será la niebla.  En todo caso tienes razón.  Metámonos en la cabaña, descansa, toma un poco de agua y después continuamos.  Total todo lo que queda es bajada...
- Esto no me gusta, Lois.  Es lóbrego y oscuro. ¿Cómo puede haber cambiado tanto el paisaje y el clima en tan poco tiempo?  Desde luego, qué mala suerte... Dios, cada vez llueve más.  Vamos, entra en la cabaña. ¡Qué mal me encuentro! Creo que voy a vomitar... ¡ahora mismo!
    Y sin darle tiempo a reaccionar, se agarró al tronco de un árbol y vomitó dolorosamente durante un rato.  Al acabar se encontró mejor, pero su rostro tenía un ligero tinte verdoso y sus ojos estaban enrojecidos por el esfuerzo.  Lois sacó su cantimplora y observó contrariado que estaba vacía.
- No te preocupes, iré un momento hasta el arroyo ese que pasamos hace un rato, el que tenía una cascada.  Ese agua tiene que ser totalmente pura.  Te sentará bien.
- De acuerdo, pero vuelve pronto.  Esta cabaña es horrible.  Cuanto menos tiempo esté aquí sola, mejor...
Lois salió de la cabaña.  El riachuelo distaba de la cabaña sólo unos metros.  Un minuto de camino, calculó.  No más.  Y, efectivamente, nada más empezar a caminar oyó el ruido del agua del río, mezclado ahora con el ruido de la lluvia y el del viento que, para empeorar las cosas, se había desatado.
Pero no fue eso lo único que oyó.  Se quedó un rato parado escuchando.  Oyó claramente las voces de dos mujeres que charlaban por allí cerca. "Bueno, parece que no somos los únicos excursionistas gilipollas que se han dejado atrapar por el temporal", pensó.  Y se acercó al riachuelo para conocer a sus nuevas compañeras. "Cuantos más seamos en la cabaña, mejor.  Voy a decirles que vengan. ¿Donde estarán?" No tardó en descubrirlo.  Efectivamente estaban allí, al lado del río... pobres, debían de estar empapadas y sin saber donde meterse.  Las acompañaría a la cabaña.
- ¡Hola! ¡Tremendo temporal! ¿verdad? ¿qué tal? ¿venís de Ézaro?  Aquí al lado hay una cabaña, mi novia se ha quedado allí esperando y...
Se quedó callado bruscamente.  Ahora tenía a las dos mujeres justo enfrente... pero el espectáculo que se presentó ante sus ojos allí, en la cima del monte, en medio del temporal, en aquel sitio inhóspito que estaba a muchos quilómetros de cualquier sitio civilizado era muy diferente al que esperaba ver.  Ante él no había dos chicas con botas, cantimploras, chubasqueros y mochilas.
Eran dos mujeres.  Una de ellas era muy joven.  Tendría unos diecisiete o dieciocho años de edad.  Lois examinó con asombro su indumentaria.  La joven vestía un traje de raso que caía en línea recta desde sus hombros hasta un poco por encima de las rodillas, en donde continuaba hasta las mismas con unos flecos como de abalorios o lentejuelas... sus pies calzaban unos zapatos con un tacón de aguja altísimo.  Llevaba guantes largos, hasta un poco más arriba del codo, del mismo raso rojo que el vestido.  Su cabello era corto, negro, al más puro estilo años veinte.  E iba impecablemente maquillada.  Su rostro palidísimo contrastaba con los labios, muy rojos y pintados en forma de corazón y con los ojos, muy perfilados de negro y con unas pestañas postizas enormes.
    Miró divertida para Lois y dijo:
- Esto es un aburrimiento ¿verdad? ¡Y no hay música! ¿Le gusta a usted el charleston, caballero? ¡Yo lo adoro! ¡Lo adoro!
La interrumpió la otra mujer, en la que Lois todavía no se había fijado.  Era mayor que la joven.  Unos cuarenta años, quizá.  Vestía un abrigo largo abotonado desde el cuello hasta los tobillos, completamente entallado.  Sólo quedaban al descubierto sus pies, enfundados en unos botines de tacón alto con abotonadura lateral. ¡Y en la cabeza...! En la cabeza llevaba un enorme sombrero con una pluma gigantesca, como de avestruz o algo así...
- Oh... ¡Espero que sabrá usted perdonar a mi hija! ¿Verdad?  Solo piensa en divertirse.  Hija mía, no puedes dirigirte con semejante descaro a un desconocido... ¿Qué pensará el caballero de nosotras? Joven, le ruego nos disculpe. ¿Y ha dicho que su novia le espera en la cabaña? ¡Hija! ¡Cómo puedes hablarle así a un caballero comprometido! ¡Ah! ¡Por cierto! Le daré un consejo. Váyanse de la cabaña. Bajen del monte ya. Este sitio no es adecuado para ustedes. ¡Y sobre todo no bajen siguiendo el rio! ¡Ellos siempre van por el agua! ¿Me ha oido...? ¿Joven?
No. Lois no ha había oido. No había oido nada. Pensó estar volviéndose loco y se sintió presa del pánico. Dió media vuelta y echó a correr hacia la cabaña. Aquello tenía que ser una alucinación... eran dos damas recién salidas de un balneario de Biarritz o algo así en plenos años veinte... ¡y en la cima del monte Pindo! Además, Lois no se había fijado demasiado, pero a pesar de que la lluvia ahora caía torrencialmente y él estaba completamente empapado... ¡habría jurado que las dos mujeres estaban completamente secas! Corrió hacia la cabaña como un loco.  No le dijo nada a Uxía, que habría achacado sus alucinaciones al cansancio y a las ganas que tenía de ver OVNIS.  Cuándo ésta le preguntó que porqué traía la cantimplora vacía, Lois respondió:
- No pude llegar al riachuelo.  Llueve demasiado... ¡Vámonos de aquí! Es una tontería esperar a que pare de llover.  Seguro que no para en toda la noche...
    Uxía le miró extrañada.  Lois daba la sensación de estar aterrorizado.  Ella se levantó, recogió las cosas sin decir nada y salió de la cabaña, detrás de Lois.  Uxía era una mujer fría y racional, que sabía conservar el temple y la sangre fría cuando hacía falta. Sin embargo, no sabía porqué, no conseguía olvidar las palabras de la vieja el día anterior en el puerto. Y, de forma instintiva, se pasó una mano sobre el vientre. Entonces fué cuando se dió cuenta de que, realmente, estaba pasando miedo.
Procuraron bajar del monte a toda prisa. Uxía seguía encontrándose mal, pero sus ganas de salir de aquel desagradable lugar tenían más fuerza que las náuseas y el mareo que seguía sintiendo. Caminaban aprisa. En un momento determinado dudaron, en un cruce de senderos, acerca de cual sería el más adecuado. Uno de ellos parecía adentrarse en la espesura del bosque. El otro transcurría paralelo al río y parecía más despejado. Lois, unos momentos antes, cuando escapaba de las dos extrañas damas que había visto en el riachuelo, no había podido oir la extraña advertencia que la mayor de ellas le había hecho. Y optaron por el camino del rio. La lluvia seguía cayendo sin parar y el viento tampoco cesaba. Caminaban  aprisa, sin hablar. Hablar, en todo caso, habría sido una difícil tarea, entre el ruido de la lluvia, del viento, del río, y su propio nerviosismo. Sin embargo, ambos comenzaron a sentir poco a poco una curiosa sensación.  Independientemente de que no paraba de llover, de que el viento no cesaba y de que el agua del río bajaba con fuerza, los sonidos que todos esos elementos provocaban, parecían sentirse cada vez más amortiguados. Dicha sensación fue acrecentándose más y más hasta que a su alrededor reinó el silencio más absoluto.  Era, de todas formas, un silencio extraño. Un silencio "espeso", como si fuera eso precisamente lo que se sentía, el silencio. Uxía se sentía descentrada, fuera de lugar.  Todo aquello no tenía ninguna lógica, y ella era una persona que estaba acostumbrada a la misma y a los asuntos que se regían por las leyes de la naturaleza. Y aquello que le estaba sucediendo no tenía ningún sentido, ninguna explicación racional. Lois, sin embargo, parecía haber superado su miedo y comenzó a sentirse excitado y espectante. Como buen aficionado al tema OVNI, sabía y había leído que en la mayor parte de los fenómenos de avistamientos o de contacto con extraterrestres, aquel "silencio espeso" era una característica habitual que había sido narrada por multitud de testigos.
¿Sería aquella por fin su oportunidad de convertirse en un "contactado"?  No tardaría en descubrir la verdad.
Sobre el río, siguiendo el curso de la corriente, se acercaba hacia ellos una hilera de luces que transcurría lentamente, como una procesión. Al principio sólo distinguieron las luces. Eran luces mortecinas, amarillentas.  Pero cuando pasaron por delante de ellos (que también habían descubierto que no se podían mover y que ni siquiera podían comunicarse entre ellos) se dieron cuenta de que en realidad eran velas. Y las velas no caminaban solas, sino que cada una de ellas iba transportada por una sombra negruzca, parecida a un ser humano que llevase a la vela en sus manos. Lois y Uxía no supieron cuánto tiempo estuvieron allí parados mirando la macabra procesión. Pudieron ser unos minutos, pudieron ser horas. Tampoco tuvieron nunca demasiado claro el número de sombras con velas que pasaron ante ellos. Pudieron ser varias decenas... varios cientos. Nunca fueron conscientes de ello. Lo que sí les quedó grabado en la mente fue la melodía que escucharon durante todo el tiempo que duró la procesión. Era un canto sobrenatural, lúgubre y monótono. Uxía, que, entre otras cosas había estudiado una determinada rama de filología relacionada con lenguas muertas, juraría que el idioma de los cánticos era algo parecido al gaélico, pero no estaba segura.
    Y, de la misma forma que la procesión había comenzado, terminó. Poco a poco los sonidos de los alrededores fueron volviendo a la normalidad.  Ellos recuperaron su movilidad y la capacidad de hablar. Capacidad que, por cierto, no utilizaron. Cerca de las doce de la noche consiguieron llegar al camping. No hablaron en absoluto del asunto. Estaban agotados, pero no consiguieron dormir en toda la noche. En cuanto a Uxía, un solo pensamiento la atormentó toda aquella noche: el recuerdo del esfuerzo sobrehumano que había hecho durante todo el rato que había durado la experiencia para cubrirse el vientre con las manos. Pero no lo había conseguido. No había conseguido mover ni un solo músculo de su cuerpo.
Al día siguiente recogieron las tiendas y se marcharon de vuelta a A Coruña. A los veinte días se confirmó que Uxía estaba embarazada de tan solo tres semanas. Se había hecho los análisis un par de semanas después de llegar del camping. Supo que estaba embarazada, pues, una semana antes de tener su primera falta. En las semanas sucesivas todo transcurrió con normalidad.  Se hicieron las visitas de rigor al tocólogo, que confirmaba que el embarazo transcurría con normalidad. No sólo con normalidad, sino que tanto la salud de la madre como la del feto (los análisis revelaron que era varón), según todos los datos, era magnífica. El 28 de Octubre de aquel año se cumplían los tres meses de embarazo.
    Habían pasado las náuseas y los malestares de las primeras semanas del mismo y Uxía se sentía mejor que nunca. Aquella mañana se levantó, desayunó y leyó el periódico. Fue cuando se metió en la ducha cuando se dio cuenta de que tenía el interior de los muslos empapados en sangre. Lois la trasladó inmediatamente a urgencias.  Uxía estuvo todo el día en observación. A las 00 horas del 29 de Octubre, el médico confirmó que el feto estaba definitivamente muerto y procedió a hacerle a Uxía un legrado. El aborto espontáneo e inesperado afectó psicológicamente a Uxía de forma exagerada. El médico les dijo que el aborto había sido relativamente grave (el feto de 3 meses estaba extraordinariamente desarrollado) y no les dijo taxativamente que se olvidaran de tener hijos, pero le comentó a Uxía, desde un punto de vista médico y profesional que un embarazo sería peligroso porque el legrado había sido agresivo y complicado y las paredes del útero habían quedado bastante más dañadas de lo que hubiera sido deseable. Añadió también que las posibilidades de que un nuevo embarazo terminara en aborto eran considerables.
    Lois y Uxía hablaron del asunto. Uxía estaba dispuesta a arriesgarse y repetir la experiencia. Pero Lois, anteponiendo la seguridad y la salud de Uxía a sus instintos paternales, dijo que no quería ni oir hablar del asunto. Para complicar más las cosas, Uxía, tras el aborto, sufrió unas reacciones hormonales bastante fuertes que le causaron serios trastornos en la piel. Un espeso acné cubrió todo su rostro y ello le provocó una depresión de la que le resultó imposible librarse a pesar de que acudió a un afamado psiquiatra de A Coruña. Para sus trastornos hormonales le fueron recetados dos tipos diferentes de píldoras anticonceptivas que alternaba diariamente. El dermatólogo y el ginecólogo coincidieron en que, con semejante tratamiento sería imposible que Uxía quedara embarazada durante mucho tiempo, ya que los efectos de dichas píldoras tardarían en desaparecer muchos meses incluso después de haber abandonado dicho tratamiento. La posibilidad de un nuevo hijo, por tanto, quedaba completamente descartada independientemente de las decisiones que adoptara la pareja.
Entre las pastillas, los antidepresivos y los ansiolíticos que le fueron recetados, Uxía se convirtió poco menos que en un zombie que se pasaba los días sin hacer absolutamente nada. Poco a poco fue abandonando sus amistades y su vida social. Y al mismo tiempo desarrolló una pasión desmedida por los dulces y los pasteles que saciaba todas las tardes, a solas, en un salón de té cercano a su casa de A Coruña. El resultado fue que aumentó considerablemente de peso y se hundió todavía más en su depresión. Por su parte, Lois asistía al proceso autodestructivo de Uxía con impotencia. Aunque la verdad es que tampoco él tenía la moral lo suficientemente alta como para levantarle el ánimo a nadie.
En las navidades siguientes al  aborto, Uxía se centró cada vez más y más en los pasteles. En "La Jijonenca" (el salón de té al que iba cada tarde), cada navidad hacían turrones caseros y almendrados. Y Uxía añadió estas últimas delicias a su dieta, ya suficientemente sobrada de grasas y azúcares. Una tarde, mientras tomaba su café con tarta, se dió cuenta de que un grupo de elegantes damas que ocupaban una mesa cercana hablaban de ella y no se molestaban en absoluto en disimular. Uxía puso cara de disgusto y pasó de ellas. Estaba acostumbrada a las viejas damas de la burguesía coruñesa. Mucho abrigo de visón, perfumes caros y misa de una los domingos en la iglesia de San Jorge. Sin embargo, había en aquellas mujeres algo que la inquietaba. No sabía el qué. Quizá algo familiar. No sabía exactamente en donde las había visto, pero estaba segura de conocerlas de algo. Eran siete mujeres, de mediana edad, todas muy elegantes y con pinta de tener dinero en abundancia, lo cual se hacía patente por las pieles, joyas y complementos que lucían. Y las acompañaba otra mujer mayor, igual de elegante que todas las demás y que parecía llevar la voz cantante. Cuando, por fin, las damas se levantaron de la mesa, Uxía respiró aliviada. Al fin se vería libre de sus chismes y sus miradas. Sin embargo, cuando éstas abandonaban el local, al pasar al lado de donde estaba sentada Uxía, la mayor de todas se dirigió a las demás y les dijo:
- Esperadme en la calle.  Voy a saludar a una vieja amiga.
Y ante la estupefacción de Uxía, se sentó con ella en la mesa y la miró con una sonrisa amable.
- Hola, niña.
- Hola... disculpe, pero no me doy cuenta...
- Ya veo que no te das cuenta. El azúcar no es un buen aliado para el espíritu. Y las pastillas tampoco. En una ocasión te hablé y no me hiciste caso. No es que yo ahora pueda hacer mucho para remediarlo, pero en fin, quizá si tú pusieras algo de tu parte...
- Usted... usted...
- Si, niña. Ya sé que los collares de perlas y los visones (sintéticos, por supuesto, pobres animalillos...) poco tienen que ver con los pañuelos negros de las rederas y con los gorros de paja. Pero hay que saber adaptarse a los contextos y a las situaciones. Afortunadamente, ya veo que aún conservas algo de luz en tu cabecilla y me has reconocido...
    Uxía no pudo contestar.
- Es una pena que desperdicies tu vida autocompadeciéndote. Cierto es que la desgracia se ha adueñado de ti.  Pero tendrías que pensar más en tu hombre. Él también sufre. A su manera, pero sufre. Es un buen hombre... y le gustan las luces, como a mí. Las luces del cielo, no las de la procesión de la muerte. Deja de comer porquerías. A las mujeres en tu estado no les conviene ese tipo de dieta.
- ¿Qué dieta? ¿Qué estado?  Eso es ya imposible... usted no tiene ni idea del tratamiento que sigo... yo... si Lois y yo ya ni siquiera...
- Niña.  Esta vez hazle caso a la vieja. La fé de tu hombre en las luces del cielo puede volver a colocar al pequeño Brandán en tu vientre. Dale un beso al muchacho de mi parte, después llévalo a recibir el año nuevo a Ézaro. Y si véis a la luz... la luz que él quiere ver, todo irá bien. El pequeño Brandán os abandonó aquella vez.  Pero volverá.
Uxía se quedó mirando cómo se alejaba y decidió que estaba harta de pasteles. Al día siguiente, sin haberse hecho ningún tipo de prueba, llamó a su ginecólogo y le dijo que estaba embarazada. Este, sorprendido y asustado, le preguntó que porqué había abandonado el tratamiento. Y cuando ella le dijo que no lo había hecho, él le contestó que no dijera tonterías, que era realmente imposible que hubiera podido concebir.
El año nuevo lo recibieron en Ézaro, abrazados y mirando a la luna. Y cuando bajaron, después de las doce del 31 de diciembre, a pasear por el pequeño puerto de Quilmás, fue cuando vieron a la luz. La bola luminosa surcó el cielo por encima de ellos, se detuvo unos segundos y, a continuación desapareció en el mar, sumergiéndose en las aguas.
    Y en aquella ocasión Uxía sí que tuvo fuerzas para acariciarse el vientre.
    Lois no volvió a ver ninguna luz jamás, pero no pudo olvidar nunca lo maravillosa que fue la que vió aquel fin de año. A los quince días, Uxía se hizo los análisis. Tardaron una semana en dárselos, con el resultado de que estaba embarazada de tres semanas. A las 00 horas del 29 de Octubre vino al mundo el pequeño Brandán, justo un año después de haber desaparecido. En cuanto a su nombre, no hubo discusión alguna. La vieja ya lo había bautizado el día que hablase con Uxía en el salón de té. Y tres años y pico más tarde tuvo un hermanito, al que se le puso el nombre de Xosé. Sus padres quisieron compensarle de los tres meses de frío y soledad que, en otro tiempo, había pasado acompañando a la Santa Compaña. Y hoy por hoy Brandán es el niño más bonito y más feliz que hay en el mundo. Es dulce, bueno y siempre está de buen humor. Sólo se enfada mucho cuando alguien le quiere separar de su hermano, que es el único niño tan feliz del mundo como Brandán, porque no todo el mundo tiene un hermano como él.
Si alguna vez, Anika, ves a la vieja y a las siete doncellas... haz caso de sus sabios consejos.

viernes, 21 de diciembre de 2012

El Odio

El Odio

Se dice que en ocasiones las personas llegan a desarrollar tanto odio que es lo único perdura después de su muerte, quedando impregnado en el lugar donde falleció.
Esto fue lo que le paso a Laura cuando su marido murió en casa a causa de una congestión alcohólica, sus padres la acompañaron un par de semanas, mientras ella se reponía. Les llegó el tiempo de marcharse, dejándola pasar su primera noche sola después del incidente. Por la madrugada se despertó al escuchar el sonido de la puerta abriéndose con dificultad, y un golpe en la mesa, justo como lo hacía su marido al llegar borracho todas las noches, esperaba simplemente que este subiera por las escaleras y le propinara la golpiza acostumbrada, oyó los pasos retumbar en cada uno de los escalones, acercándose cada vez más, pero al igual se alejaron para no volver más.
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Su vida tomó una nueva dirección, llena de tranquilidad y alegría, decidió tener todo aquello que al marido le prohibió en vida, comenzando por una linda casa, la cual no había tenido ningún arreglo por más de 20 años. Contrató entonces un pintor, al cual recibió muy emocionada, su rostro se le iluminaba al ver tan bellos colores, derramaba sonrisas junto a una inocente plática con aquel hombre, el cual se marchó con su paleta de colores, para volver el día siguiente a comenzar con el trabajo.
Tirada en su cama, imaginando lo bella que luciría su casa después de los retoques escuchó un murmullo que le decía –coqueta, coqueta- volteaba hacia todos lados, y la desesperación la invadía porque a pesar de no poder ver a alguien la voz tomaba fuerza acusándola de seducir al pintor, incluyendo reclamos. Cuando ella reconoció la voz como la de su esposo, el papel tapiz sobre su cabecera le dio forma a un par de brazos fuertes, que la inmovilizaron en la cama, enrollándola en la sabana para reducirle la respiración mientras recibía una golpiza que la dejó medio inconsciente. Con los ojos entre abiertos, observando a su alrededor, percibía el rostro de su marido en las paredes, las cuales mostraban enormes venas saltadas, y transmitían una mirada de odio que paralizaba a la mujer.
Parecía que la casa hubiera tomado vida, transformándose en aquel hombre cruel, las puertas fueron selladas desde dentro, y aunque los padres de Laura intentaron entrar de mil maneras, incluso derrumbando una parte de la construcción, no había poder humano que pudiera lograrlo, la casa parecía tener brazos que lastimaban a cualquier trabajador que si quiera se acercara por la acera de enfrente.
Por la ventana vieron con impotencia, como la triste mujer, palidecía a falta de comida, hasta que un día simplemente se desvaneció y murió, atrapada por el odio de aquel hombre que fue su marido y se quedó en la casa para seguir celándola. Ni siquiera pudieron sacar el cuerpo, pues la gente podía jurar que las ventanas se movían, entrecerrándose dejaban notar una expresión de enojo y desaprobación hacia cualquiera que pasara por el lugar.

La Isla de las Muñecas

La Isla de las Muñecas

Existió hace tiempo un hombre rico conocido como Don Carlos, que tras un penoso accidente que le desfiguro la cara a su hija de apenas 5 años, compro una pequeña isla en un lago para evitar las visitas morbosas de la gente que veía a su niña como un fenómeno de circo. A pesar de todo el dinero que tenia no le sirvió de nada, pues doctor tras doctor, le dijeron que el caso de su hija estaba perdido, tampoco le valió, que haya siempre compartido su fortuna con los demás haciendo obras de caridad.
Cierto día llego a orillas del lago un hombre muy anciano, que tras la negativa del señor a recibirlo, no tuvo más que dejarle el regalo que le traía desde muy lejos con el balsero. Cuando Don Carlos abrió el paquete, salió en busca del abuelo, que con un paso lento no había logrado llegar muy lejos del camino. El viejo al verlo frente en agradecimiento a la ayuda que el hombre rico le brindo en un momento de necesidad le dijo: -Mi señor, no puedo mitigar tu dolor, pero mis humildes manos expresan apoyo a tu gran pena, devolviéndote el rostro de tu amada pequeña- Don Carlos cayó de rodillas ante él, pues el obsequio que había dejado, era una muñeca con un rostro de porcelana idéntico al de su hija. El anciano agregó entonces al ver la acción de aquel hombre –Pongo lo que me queda de vida en tus manos, y prometo fabricar para ti noche y días muñecas a las que puedas tomarles prestado el rostro para cubrir las marcas de tu hija-.
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Aceptó Don Carlos sin una duda, queriendo darle las mejores comodidades al anciano este se negó alegando que su talento podría serle arrebatado si renunciaba a su origen humilde, se instaló entonces en la habitación más sencilla y montó un pequeño taller. Al darse cuenta de que el rostro de la niña crecía más rápido de lo que el viejecillo le tenía lista una nueva muñeca le pidió que solo fabricase mascaras, pero este de nuevo se negó diciéndole: –Dios enseño a mis manos como construir muñecas y eso es lo que hago, son ellas una expresión de belleza y las mascaras se utilizan para ocultar algo ¿Siente usted tanta vergüenza que esconderá a su hija?- Tras aquella lógica no había negativa y Don Carlos conservó como guía aquellas palabras aun después de la muerte del anciano nos meses después.
Partió entonces el hombre rico por el mundo buscando quién pudiera fabricarle muñecas con el rostro tan nítido, las enviaba a casa desde lejos, sus sirvientes les arrancaban la cabeza y desechaban los cuerpos, guardaban los rostros en un baúl a petición del señor, pues tal vez algún día podrían utilizarlas. Pasó así varios años, sin tener resultados el hombre volvió a casa triste y desolado, hablando con su pequeña supo que ella se negaba a seguir con esa práctica porque los rostros de las muñecas eran rígidos, si ella estaba molesta o alegre no podía expresarlo.
En medio de una tormenta, el hombre enloqueció por el dolor, sacó todas las cabezas del baúl, las clavó en palos y las atascó en medio del jardín. Tirado en medio de ellas, pidió a cualquier fuerza superior a él, que diera vida a aquellos rostros, para que pudieran expresar sus sentimientos, y así poder ofrecerle a su pequeña lo que necesitaba. Para su mala suerte, quien respondió al llamado fue el oscuro, que le pidió a cambio su alma. Don Carlos sin titubear dijo –Si- y las muñecas le sonrieron, abrían y cerraban los ojos, mientras volteaban a verse unas a otras. Cuando tomó uno de las cabezas para arrancarle la parte trasera como era la costumbre, esta sangró y dio tremendos gritos, en unos instantes las demás gritaban también, moviéndose inquietas, algunas hasta cayeron de los palos y perseguían al hombre rodando.
Los sirvientes se habían marchado ya con temor a lo que sucedía, llevándose con ellos a la esposa y la niña, el hombre quedó ahí, tirado en la puerta de su casa, rodeado de todas aquellas cabezas, que le pedían con violencia un cuerpo, lo confinaron al taller, donde sin ningún talento a su alcance, fabricó para ellas cuerpos tan horrendos como toscos, dándoles manos chuecas, piernas rotas.
Podían escuchar los pobladores de los alrededores como el hombre era torturado. Lo veían a veces correr, intentando escapar, perseguido por los esperpentos tan feos que él había construido, nadie se atrevió a ir en su búsqueda, pues temían mas a todas aquellas cabezas de muñecas ensartadas en palos, que las que ya tenían cuerpo habían en las orillas para que fuesen vistas. Convirtiendo aquella isla en un lugar maldito.

Apariciones

Apariciones

Aprovechando que todos en mi familia se fueron de viaje me quede en casa para descansar, metí a mis dos perros en la habitación para no estar solo. De la nada empezaron a gruñir, mirando fijamente hasta la puerta de mi cuarto, fui a ver qué pasaba, pero antes de llegar vi que la chapa se movía como si alguien intentara abrir desde afuera, mis animalitos se pusieron inquietos, ladraban nerviosos, y encogían las orejas, un poco asustado también, regrese a mi cama, y alcancé a ver como una pequeña cabeza se escondía en una esquina cerca de mi ventana.
Con mis perros en brazos fui hasta la puerta, pero de nuevo no alcance a llegar porque un golpe como el de una patada, sonó en la puerta, me dejé caer recargado en la pared y vi un par de piernas a través de la cama. En ese momento se fue la luz, esperé hasta que volviera, entonces pudimos salir porque no había más golpes en la puerta. Las sillas estaban regadas y otras sobra el comedor, las acomodé para calmarme y acompañado de mis perros, buscamos por todo el lugar, no pudimos encontrar nada.
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Fui al baño a lavarme la cara para que el susto se pasara, mis perros salieron corriendo, cuando fui tras ellos pasé por el comedor y las sillas estaban de nuevo regadas, los animalitos estaban en el cuarto de mis padres, detrás de un niño de pies sucios, que estaba muy pálido, al darse cuenta que lo veía, sonrió, y salió corriendo justo al lado mío, dejándome un fuerte escalofrió, que me quitó las fuerzas y caí desmayado.
Al despertar vi a lo lejos en el comedor un par de personas sentadas que discutían sobre algo, un hombre se levantó de la mesa, y golpeo a la mujer con fuerza, esta gritó mientras corría hasta donde yo me encontraba, quise correr pero en un instante estaban frente a mí, ella me pidió ayuda y el hombre me miró con extrañeza, me golpeó el rostro y me estrellé en el suelo, cuando volteé ya no estaban, solo pude ver ese par de piernas blancas del nuevo, que pertenecían al niño que reía. Corría por todo el lugar como jugando a las escondidas, entraba y salía de entre los muebles.
No tuve más que esconderme con mis perros debajo de la cama hasta que aquello terminara, jamás supe quien era, ni si ha vuelto a casa, porque decidí desde ese momento jamás quedarme solo.

La Cabaña

La Cabaña

José se había mudado con su familia a una nueva casa, que tenía en el jardín una cabañita de juegos, que le pareció perfecta para su hija de apenas 8 años, estaba ya un poco maltratada así que la restauró lo mejor que pudo. En unos días, su chiquilla no salía de ese lugar, parecía estar encantada, hasta el punto de convertir aquel rincón en su nuevo hogar, se negaba a dormir a la casa, y lanzaba tremendas rabietas cuando la obligaban a entrar a su habitación.
Una tarde que su madre regaba las plantas la escuchó hablar con alguien, así que se acercó, ella tenía a todos sus muñecos sentados a la mesa tomando el té, la madre sintió algo de ternura hasta el momento en que la niña dijo: -Comadre osa, quiere servir el té por favor- entonces para la admiración de la señora que observaba a escondidas, la osa contestó; –Claro que si comadre- mientras estiraba el brazo para tomar la tetera, los demás muñecos sentados, volteaban hacia ella pasándole sus tasas.
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La madre de la impresión se quedó sin fuerzas en las piernas y quiso sujetarse de la puerta, la cual se abrió dejando que los muñecos en el interior se dieran cuenta, sus caras se arrugaron, estaban muy enojados por haber sido espiados, se acercaron a la señora y la jalaron dentro de la pequeña casita, cuando el padre vino del trabajo no podía encontrar a nadie y cuando vio por la ventana, la señora estaba sentada en la casita con su hija, así que las dejó, pensando que podrían estar jugando como otras veces lo hacían. Se dio tiempo para tomar una siesta.
Al despertar horas después, un poco extrañado porque no habían vuelto a casa aun, fue hasta la cabaña, los muñecos tenían apresadas a madre e hija, atadas en las sillas, con rostros llenos de miedo y tristeza le pedían al padre las auxiliara, el entró con rapidez, y saltaron sobre él los muñecos, que en un instante también lo tenían atado. Después de muchas negociaciones, llegaron al acuerdo, de que el padre hiciera en su casa las mismas inscripciones que se encontraban en la cabaña, así podrían cobrar vida en cualquier rincón. La familia aceptó esto a cambio de que no los dañaran.
Es unos pocos días, se podía ver a los muñecos que paseaban con libertad por la casa, a cualquier hora, obligando a la familia volverse ermitaña, negándose a recibir visitas. Pero esto fue algo que se salió de su control, por una razón o por otra, siempre había alguien que lograba entrar. Sentía entonces, que el lugar donde se sentaban era pateado desde abajo con fuerza, veían pequeñas sombras a lo lejos, escondiéndose dentro de los muebles, hubo quienes pudieron ver a alguno de los muñecos asomar la cabeza por la pared y sonreírles.
Después de la muerte de los padres de la niña en formas misteriosas, ella fue llevada a un orfanato, y ellos se quedaron como dueños y señores de la propiedad, esperando una nueva familia que habite ese hogar, pero ante las habladurías de la gente, que dice que aquellos muñecos observan por la ventana, que juegan con las luces, no hay aun quien se atreva a vivir en aquella casa.

La habitación de Carolina

La habitación de Carolina

Sentía Carolina algo de calor en su habitación, aunque era invierno, así que se puso de pie para abrir la ventana y dejar pasar un poco de viento, aun un poco adormilada, ni pudo percibir una pequeña llama que en una de las esquinas del cuarto, que en el momento justo en que corrió, el vidrio, aumentó bruscamente con el aire, aventando una llamarada que le quemó la mano. Tras el grito de la joven, los padres estaban ya a su lado para ayudarla.

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No había rastros del fuego en sí, pero podía apreciarse la mancha de tizne en la pared. El hecho no pasó a más, solo limpiaron el lugar y atendieron la herida de la joven. La siguiente noche, de nuevo la joven sintió calor, pero esta vez con el reflejo de lo sucedido una noche antes, primero encendió las luces volteando alrededor, en la misma esquina, una pequeña flama brincoteaba como impaciente, Carolina se acercaba con cautela, solo para ver que debajo del papel tapiz que se removió con el agua al limpiar el tizne había algo más. Arrancó el pedazo de tajo, dejando la mitad de la pared descubierta, una gran mancha negra había salido a la luz. De pronto notó un leve movimiento, la mancha parecía temblar, en pocos momentos burbujeaba, para formar a su vez la figura de una mujer cubierta por completo de un espeso humo negro que entraba con mucha rapidez por su boca ahogando sus gritos, extendía las manos intentando abrazar a la joven, que estaba inmóvil parada observando la terrible escena.
En unos momentos la luz se fue, en la oscuridad total, pudo ver que un cerillo era encendido para prender un par de velas, una mujer de alrededor 50 años se levantaba con dificultad, tomándose de una repisa, un frasco de vidrio lleno de alcohol, se rompió contra el suelo, mojando las largas ropas de la anciana, al mismo tiempo que una de las velas caía prendiéndole fuego, la mujer asustada voltea de prisa, y se enreda en las gruesas cortinas, las cuales ayudan mas a que su cuerpo sea envuelto en llamas sin tener escapatoria, ahogándose con las cortinas mientras se retorcía de dolor por las quemaduras en su cuerpo, murió ahogada mientras su cuerpo continuaba quemándose por horas.
La niña les contó a sus padres, los cuales de inmediato relacionaron el hecho con la triste muerte de su abuela años, atrás cuando ella aun no nacía, la aparición solo se presentaba en la semana que coincidía con la fecha de su muerte, y si estaban atentos el fuego no se extendía mas allá de aquella pequeña flama.