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domingo, 16 de diciembre de 2012

Una noche interminable


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Una noche interminable

Di por terminado mi plato de salmón y me dispuse a lavar la vajilla. Estando la cocina limpia, decidí cerrar los postigos del enorme ventanal. Afuera, el negro cielo se veía opacado por el resplandor de las estrellas que brillaban con una fuerza jamás vista. Aproveché la ocasión para disfrutar el espectáculo y me recosté cómodamente en mi reposera plegable. Divisé fácilmente la Osa Mayor y Las Tres Marías pero me costó encontrar mi constelación preferida: la Cruz del Norte. Al cabo de un largo rato conseguí localizarla, pero cuando me disponía a contemplarla escuché un ruido ensordecedor proveniente del interior de mi casa de campo. Estupefacto, me puse de pie y me dirigí sigilosamente a ver qué ocurría.

Tras revisar detenidamente cada rincón de mi finca, me volví confundido a mi reposera para continuar disfrutando de la fiesta que la fría noche me brindaba. Por más raro que pareciera, el brillo de las estrellas aumentaba minuto a minuto al igual que mi entusiasmo. Con el correr del tiempo, mi sueño se fue disipando para dar lugar a mi locura pues no podía procesar lo que mis ojos veían. Créanme que en ningún momento de mi larga carrera como astrónomo, tuve la oportunidad de contemplar algo igual.
Desafortunadamente, la fiesta volvió a interrumpirse. Nuevamente, un fuerte ruido me sobresaltó y mi locura se transformó en tensión. ¿Acaso se había caído algo sin que yo pudiera descubrir qué era? Apunté en dirección de la puerta con la esperanza de revisar mi rancho y hallar una respuesta a esta pregunta.
Tres cuartos de hora más tarde, me resigné sabiendo que no encontraría explicación para semejante estruendo. Me acomodé por tercera vez en mi asiento pero esta vez no por mucho tiempo. Escuché pasos procedentes de la cocina, y de esos no tengo dudas; la noche se volvía cada vez más extraña… A estas alturas, mi temor era insostenible. Para consumarlo, y sentirme más seguro fui en busca de mi machete escondido en el interior de mi caja de herramientas ubicada bajo el cobertizo al fondo de la propiedad.
Al llegar bajo el cobertizo y lograr resguardarme, encendí mi linterna recargable. Una vez hallada la caja, me incliné tembloroso para intentar abrirla. La tapa estaba muy dura pues el metal de las bisagras a ambos lados de la caja se había oxidado. Finalmente, tras un gran esfuerzo, la tapa cedió lo que significó para mí un gran alivio. Estando la caja abierta, revolví impacientemente hasta dar con mi reluciente machete. Lo tomé con fuerza para poder sacarlo, me paré y apunté en dirección a la cocina. Acto seguido, se levantó una leve brisa que me acompañó hasta que cerré la puerta. Al revés de lo que había pensado y aun con el machete en mi poder, el temor no sólo me seguía pesando sino que crecía a cada paso.
Una vez en el interior de mi vivienda, caminé hasta que mi nariz se topó con un fuerte olor a pescado. Escuchaba los pasos cada vez más cercanos y no podía evitar sentirme observado. Con el corazón casi saliéndome por la garganta, posé mi dedo índice sobre el interruptor pero no me atreví a encender la luz. Cada segundo que pasaba me parecía eterno y la intriga por saber quién se acercaba a mí se acrecentaba. Sin embargo, mi dedo no sólo no ejerció fuerza alguna sobre el botón sino que además soltó el mismo y se detuvo a esperar el momento de que le diera órdenes. Tardé tanto en decidirme, que repentinamente la palanca se movió como por arte de magia y las luces se encendieron. Los pasos dejaron de escucharse. Casi simultáneamente, el viejo reloj cucú marcó las dos de la madrugada.
Helado, observé a mí alrededor: platos y cubiertos sucios, más de una copa con restos de vino e incontables tacitas con fondito de café. No podía explicar lo que veía puesto que, como sabrán, había dejado el ambiente en perfectas condiciones. Temblaba como una hoja y no podía moverme. Me quedé inmóvil por un largo rato, hasta que una cruel y bizarra idea se cruzó por mi cabeza: esta casa que alguna vez supo ser solitaria y silenciosa había dejado de serlo. No pude evitar sentirme indefenso tras este pensamiento a pesar de estar armado. Sentía unas ganas incontrolables de gritar para descargar mi angustia, sin poder comprender los sucesos que esta noche estaban acaeciendo. Pero mi impotencia podía más. Traté de tranquilizarme un poco y tras respirar hondo reiteradas veces, lo conseguí. Puse mi mente en blanco y apresuré el paso para llegar al baño. Toallas mojadas, la ducha encendida, el jabón recién comprado casi consumido. Cerré la puerta incrédulo, y me eché a correr fuera. En el camino, tropecé con una voluminosa rama de ciprés.
Y fue entonces cuando retorné a la realidad. El alma me volvió al cuerpo. El terror despareció. La casa calló por fin. Mis ojos se abrieron, las estrellas ensombrecieron y  la comodidad de mi reposera de roble se volvió a sentir

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